13/05/2022 — Durante los últimos meses, como consecuencia del COVID, ha sido recurrente una pregunta dirigida a los arquitectos acerca de cómo han de plantearse las ciudades en el futuro y, de manera particular, las edificaciones y las viviendas, para que estas se adapten mejor en caso de tener que enfrentarnos a situaciones similares. Sin negar la oportunidad de la misma siempre he respondido en el sentido de que el COVID y sus consecuencias no implica por sí mismo un escenario nuevo hablando de la ciudad, al menos no en su sentido más estructurante. Los problemas de la ciudad, muchos de ellos de carácter sistémico, estaban antes del advenimiento del virus y, lo que sin duda es cierto, es que su llegada precipitó una visualización más clara de los mismos haciéndolos evidentes para la mayoría de la población, pero especialmente para los más desfavorecidos.
La ciudad nace fundamentalmente, como mecanismo de defensa y mejora del modelo de vida. Esta idea permanece en el ideario colectivo de sus habitantes hasta nuestros días. Independientemente de los momentos críticos habidos a lo largo de la historia, momentos que a la vez fueron útiles y causa de su transformación y crecimiento, ocurridos en su mayoría como resultado de cambios en los sistemas productivos, sociales y económicos, demográficos o derivados de conflictos, permanece la idea de que la ciudad ofrece más posibilidades de desarrollo y de estabilidad que otras formas de asentamiento. Las personas siguen desplazándose a la misma buscando que esta actúe como instrumento del equilibrio social que no pueden encontrar en otros lugares. Su continua evolución histórica, analizada desde la perspectiva propia de las series largas en el tiempo, demuestran que además de ser el sistema más complejo entre todos los creados por el hombre, se organiza según una tendencia que persigue como objetivo vivir mejor. Pero ello no es obstáculo para que, de manera coyuntural, apreciada su evolución desde la perspectiva propia de series más cortas, puedan producirse retrocesos en esta tendencia. Quizás ahora estamos viviendo uno de esos momentos con consecuencias para algunos de sus habitantes que son, precisamente, los menos favorecidos por el modelo económico que nos hemos dado. La ciudad es un sistema donde se concentran las mayores dosis de optimismo colectivo, de pensamiento, de riesgo, de desarrollo material y de ganas de futuro, el problema fundamental para nosotros los arquitectos estriba en cómo actuar en la misma de manera que sea el máximo número de habitantes quien se beneficia de ella. Algo que nos será difícil hacer sin las necesarias alianzas políticas que nos apoyen y sin reconocer que, a la postre, todas las decisiones que desde la arquitectura se tomen en la ciudad tienen, en mayor o menor medida, implicaciones políticas y sociales. No importa la escala de las mismas. (Como bien podrá entender el lector, estamos haciendo referencia básicamente a la ciudad europea que es de la que nos atrevemos a opinar).
La ciudad que reconstruyó Europa y creció tras la Segunda Guerra Mundial era el resultado físico de una organización social y política que entendía el estado como mecanismo compensador de los desequilibrios del mercado. En este contexto, la ciudad se entendía no solo como oportunidad de beneficio económico, sino como espacio y sistema social donde desplegar la acción pública. Era un lugar que aspiraba a ser de todos, y a tal fin se desarrollaban proyectos urbanos de naturaleza pública, reconocibles en términos de espacio y forma urbana, que actuando como crisol de negociación entre los distintos intereses y construyendo servicios , infraestructuras, espacios públicos y colectivos, vivienda social de calidad, entre otros instrumentos, convertían la ciudad en ese mecanismo de reequilibrio donde los ciudadanos, especialmente los más desfavorecidos, no se sentían del todo excluidos. El agente promotor era un cuerpo político que, como representante de todos, ejercía su autoridad con ambición y coherencia de principios buscando un modelo de ciudad que supiera expresar el optimismo implícito en la búsqueda de un mundo mejor. Y para ello, la alianza con los mejores arquitectos, llamados a redactar planes formalizados y reconocibles, se entendió como fundamental. Nunca se han planteado transformaciones urbanas en Europa de tanta calidad como las que se llevaron a cabo en el período que discurre entre los años inmediatamente posteriores a la posguerra mundial y el final de la década de los setenta y primeros de los años ochenta del pasado siglo, -en el caso de España este periodo se alargaría hasta el final de los años noventa-, siendo las mismas, en buena parte al menos, fruto de esa alianza entre arquitectos y políticos. ¿Ingenuidad para algunos? ¿Imposición para otros? Sería vano no reconocer que algunos de esos planes, incluso algunos que en su momento fueron paradigmáticos, no resultaron tan exitosos a tenor de los resultados posteriores; pero hablamos en todo caso de una manera de hacer que, pese a sus errores – el éxito no se produce sin el riesgo-, tenía en origen la voluntad de lograr una mejor ciudad.
La ciudad como sistema social y como contenedor físico colectivo nunca se ha percibido de una manera tan optimista como en el período referido, y ello especialmente si lo comparamos con nuestros días en el que la misma ha devenido en una suerte de escenario donde impera la atmósfera del individualismo por encima de cualquier idea de comunidad; tampoco nunca los arquitectos han tenido un papel tan relevante, siendo posteriormente, en un ya largo devenir que se inicia con la posmodernidad y se continua con sus derivados, relegados a convidados de piedra en el diseño de la ciudad, resignándonos incluso a ser calificados de culpables únicos de errores que en todo caso debían ser compartidos, algo que además de injusto creo profundamente incierto. Debemos dar la vuelta pues a la situación de despreocupación urbana en la que nos encontramos, reivindicando la labor de aquellos años y, superando cualquier complejo derivado, volver a asumir nuestro papel como agentes útiles en la configuración de la ciudad en el tiempo que nos toca vivir. No se trata de una cuestión de añoranza, sino más bien de reivindicación legítima y de aprovechamiento de recursos. No debemos seguir renunciando y delegando labores si queremos recuperar esta función esencial de nuestro trabajo que no es otro que el de contribuir a hacer y diseñar una ciudad mejor. Y ello implica poner en marcha discursos urbanos coherentes, y acciones precisas que no se diluyan en indecisiones estériles.
Sin ánimo de ser exhaustivos me referiré a dos de las que, entre otras, considero causas fundamentes para entender la diferente manera de abordar la cuestión de hacer ciudad en nuestros días. Una de carácter estructural que afecta a todo el sistema. La otra más disciplinar relacionada con la manera de entender la arquitectura.
La primera tiene su fundamento en la fiebre desreguladora iniciada por las actitudes neoliberales que, desde la última década del pasado siglo, inundaron no solamente el mundo económico y social sino también el del pensamiento y el del ejercicio de la política, impulsando el triunfo de un individualismo en contraposición a lo colectivo. En este contexto cualquier planificación de la ciudad, especialmente si esta estaba dibujada y supervisada desde el poder público, – el cual de acuerdo con el credo imperante solo debía limitarse a la definición de las infraestructuras-, era sospechosa de imposición. La ciudad, lejos de ser un espacio de convivencia y actividad, deviene de esta manera y casi exclusivamente en lugar de oportunidades económicas. Y la ciudad, que busca el objetivo de ser para todos, pasa a ser más de algunos que de otros, olvidando en buena medida la razón para la que nació. La economía financiera, cuya verdadera naturaleza queda expuesta para los legos con la crisis del 2008, convierte a la ciudad en un lugar de especulación donde cada metro se vende varias veces antes de ser realidad, a la vez que nos hace creer a la mayoría de los ciudadanos que lo real no es el espacio construido que pisamos, ni el espacio público donde nos relacionamos, ni el servicio que hemos de utilizar, sino ese “casino virtual” en el que la han ido transformado los nuevos poderes. Causa y consecuencia a la vez de este proceso es la progresiva renuncia por parte de los poderes públicos a la gestión de la ciudad pues cualquier intento en este sentido se descalificaba con el argumento de suponer un impedimento a la creación de riqueza y oportunidades, contribuyendo con ello a la continuidad gestión de una crisis generada, no lo olvidemos, por unos pocos. Es la mano negra, invisible e irresponsable del mercado planificando de facto la ciudad. Es igualmente el tiempo de los fondos de inversión que pivotan a lo largo del mundo, sin cara propia y habituados a tomar decisiones en la distancia, -cuando la ciudad es sobre todo cercanía y conocimiento de los problemas, los valores que la configuran y de las personas que la componen-, y que impulsaran la mayor parte de las decisiones urbanas. Y aunque sigue existiendo un planeamiento urbano este, lejos de basarse en decisiones claras, dibujadas y estructuradas en función de una mejor ciudad para todos, inteligibles y fruto de ideas comprometidas con valores y objetivos, se convierten en manchas de colores amorfas, indefinidas, y que en ningún caso se plantean la forma de la ciudad que queremos. Un planeamiento solo útil para expertos legales y económicos, que únicamente ellos entienden y pueden negociar, expertos que devienen en una nueva clase de burocracia público y privada, presuntos gurús de la nueva “ciudad de la gestión” como si esta fuera algo nuevo y no una constante implícita en la propia evolución de la ciudad. Un planeamiento por otra parte que, en contradicción con esa voluntad indefinida y liberalizadora respecto a las decisiones estructurantes de la ciudad, relega la calidad de la arquitectura y del espacio público que hace ciudad, al cumplimiento de una enorme cantidad de normas menores y en muchos casos estúpidas que, ahora sí y quizás como reacción a tanta indefinición, no se discuten y han de cumplirse pues son la garantía de calidad de lo construido, una calidad que en realidad lo único que hace es transformar lo vulgar en norma, imposibilitando así la posible excelencia que implica el riesgo. Llegados a este punto conviene puntualizar que el autor que suscribe no promueve un modelo de ciudad donde solo las decisiones públicas sean las rectoras. Sería absurdo, además de ingenuo, no reconocer la complejidad del sistema de todo tipo que representa la misma, pero por ello mismo lo seria también el hecho de olvidar que esa complejidad se traduce en relaciones equilibradas entre lo público y lo privado, que se materializan de manera diferente según la época, pero que son objetivo y consecuencia fundamental en la planificación urbana entendida como sinónimo de calidad y equilibrio social.
La segunda causa de la ruptura del modelo al que nos hemos referido es de carácter disciplinar y tiene que ver con cómo se ejerce y piensa la arquitectura y, por ende, se enseña en la mayor parte de nuestras escuelas. La arquitectura se practica y se enseña en muchos casos pensando más en la fórmula que en el contenido de la misma. Y el contenido más importante, o uno de los más importantes, es el que tiene que ver con la condición ciudadana de lo que proyectamos. Con cada decisión arquitectónica se hace ciudad. La despreocupación por la idea de contexto, de pertenencia, que suele ser habitual en aquella arquitectura que se proyecta pensando en el objeto y su apariencia, olvidando que es el contenido cultural y funcional el que define sus valores fundamentales, no es sino la constatación de que los arquitectos hemos olvidado en gran medida nuestro papel en la ciudad. Esta posición no hace sino apoyar, desde la arquitectura misma, la realidad descrita en el párrafo anterior en donde lo particular se impone a lo colectivo, convirtiéndonos así en aliados, aun inconscientes, de un objetivo perfectamente interesado. ¿Causa o consecuencia de la misma? Probablemente las dos. Conscientes de haber sido relegados a un papel secundario, nos hemos ido deslizando a posiciones en donde el interés por la ciudad y por dibujarla se ha dejado de lado. El lápiz que traza la misma es impositivo, y la ciudad posmoderna y sus consecuencias, ¿líquidos e indefinidos?, no puede admitir esa imposición. En otros casos, nos engañamos creando ficciones que calificamos de investigación y que nos permiten, por ejemplo, el juego de proponer ciudades inexistentes, entelequias tan ridículamente ininteligibles como las ciudades en el “metaverso” cuyos terrenos y edificios solo pueden ser adquiridos, lógicamente, en criptomonedas. Un entretenimiento que nos aleja de lo real y que nos libera de pensar en cómo ayudar a resolver, desde la arquitectura y el urbanismo, los problemas reales de la gente que habita la ciudad. ¿De verdad nos sentimos satisfechos siendo relegados a este papel un poco parecido al de los bufones de una fiesta de renuncia a nuestras esencias? Los nuevos medios y recursos surgidos en la ciudad, dirigidos desde una perspectiva más ética, tienen un gran potencial como mecanismos de equilibrio social. ¿No resulta más atractiva desarrollar todas estas posibilidades que se nos ofrecen? Estamos ante una realidad en gran medida paradójica en la que existen medios suficientes, pero en donde quizás falta interés real por afrontar los problemas derivados del individualismo y de la pobreza urbana por este generado – los populismos que proliferan en los últimos años como consecuencia del descontento no dan respuesta real a los problemas-. Las nuevas tecnologías utilizadas como medios inclusivos, los nuevos presupuestos que nos hablan de una economía basada en criterios circulares, más respetuosa con el medio físico y humano, las infraestructuras de nuevo cuño, los nuevos criterios de gobernanza que buscan un fortalecimiento de la ética en la ciudad, el propio interés de los ciudadanos más exigentes a la hora de disponer de servicios y espacios públicos de calidad, la propia concepción respecto a ese espacio público y lo que significa, el problema de la vivienda y su valor como derecho fundamental, todos ellos y otros muchos en continua mutación, deberían ser reclamo suficientemente atractivo para convencernos de que merece la pena recuperar nuestro papel activo en la por otra parte cambiante configuración de la ciudad en la que vivimos. Quizás, a par.
En este contexto, se hace necesario recuperar, por eficaz desde muchos puntos de vista, la vieja alianza entre política y arquitectura, alianza que tan bueno resultados generó en el pasado, -pensemos en un ejemplo como el desarrollo de la ciudad de Barcelona en los años ochenta-. Una alianza rota por la desconfianza generada en los últimos años entre los agentes de una y otra disciplina, pero que, aun aplicada a la nueva realidad, sigue siendo fundamental tanto en términos instrumentales como, sobre todo, en términos de objetivos. Los políticos, han de apoyarse en nosotros para ayudarles en una toma de decisiones que cada vez se manifiestan como más inciertas y diluidas. Tienen, como la sociedad en muchos casos, miedo al fracaso en la toma de decisiones valientes. Pero sin fracaso tampoco existe el éxito ni el acierto. Y sin generosidad de pensamiento el sentido de lo público sucumbe a los poderse activos del mercado. Los arquitectos hemos de poner nuestra capacidad propositiva y formalizadora al servicio de unas ideas que, superando las limitaciones derivadas de pensar exclusivamente desde nuestro punto de vista, teniendo en cuenta la complejidad específica de cada ciudad, de cada grupo, sea capaz de ofrecer respuestas ciertas que ayuden a mantener el espíritu y el objetivo de una ciudad para todos.
Acabo un escrito que, como es evidente, tiene algo de manifiesto. Es verdad que no es su objetivo dar soluciones concretas respecto a lo que, como arquitectos hemos de hacer en la ciudad. Si pretende en cambio ser una llamada de atención respecto a la importancia que para los arquitectos tiene retomar su participación activa en el diseño de la ciudad. Algo que parece hemos olvidado con graves resultados para la misma y para la arquitectura. Y cuando digo diseño me refiero a soluciones concretas, físicas, dando respuestas a problemas actuales y con los recursos que la misma ciudad ha ido desarrollando, algunos de los cuales, como la tecnología puede ofrecer oportunidades todavía no previstas. Todo ello unido a la relación con otras disciplinas y sobre todo con una alianza política que permita fijar objetivos ligados a la idea de la ciudad para beneficio de todos y no solo de unos pocos que, poco a poco, la van patrimonializando sin ofrecer esperanzas para el resto.
Francisco Mangado. Arquitecto y economista.
Fotografías © Juan Rodríguez Fotografía
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